I
Ese año, a Primavera le costó
muchísimo levantarse. Se había programado el despertador a medianos de febrero,
para no ir con prisas; un aviso de última hora el quince de marzo, por si acaso
se quedaba dormida y tenía que reaccionar con rapidez; y un calendario a los
pies de la cama para que no olvidarse de ninguna tarea. Otoño se quejó cuando
vio que se levantaba tan temprano: decía que ya le costaba suficiente dormirse
como para que le molestara con ruidos cuando se iba a la cama. Ella decidió
no tenérselo en cuenta porque, desde que se regían por un calendario tan marcado
―siempre el maldito veintiuno―, estaba
gruñón a todos meses, y fue directamente en busca de Invierno.
―¿Ya estás aquí? ―fue lo primero que dijo al verla― Apenas he comenzado…
―Si quieres, acompáñame una
quincena; pero nada de nevadas.
Cuando finalmente se quedó sola, se
puso en marcha. Aunque con su mera presencia todo comenzaba a cambiar,
Primavera tenía que dirigir a las aves, ayudar a algunas flores con sus
caricias, despertar a los arboles que se habían quedado demasiado dormidos y
encaminar a algún que otro animal hacia su pareja. Todo marchaba bien ―un año
más sin incidentes― hasta que encontró aquel prado. Era una extensión de
aproximadamente cien metros cuadrados, rodeada de turones por la derecha y por
un bosque de abetos a la izquierda. Había una pequeña casa de madera a un
extremo; la puerta abierta golpeaba una y otra vez el marco a causa del
viento. La siguiente construcción más cercana se encontraba a cincuenta y seis kilómetros de distancia; nadie se había acercado allí en meses.
Primavera comprobó que todo estaba
muerto. No marchito a causa del Invierno: muerto. En el centro de la
planicie una mujer desnuda, de piel blanca, cabellos albinos y ojos violetas, descansaba acurrucada en posición fetal. Compungida, Primavera apartó la vista.
No le hacía falta acercarse para saber que no respiraba.
Carlota



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